Thursday, June 4, 2009

Reseña/


Synecdoche, New York

Cuando la ambición no es contraproducente, sino excelente, el resultado es majestuoso. Cuando uno hace una película sobre todo -es decir, sobre todos los elementos que hacen parte de la vida, el todo, y al tiempo la hace sobre cada pequeña variable, las partes-, y el resultado es bueno, uno ha hecho una película memorable. Synecdoche, New York se trata del todo y de sus partes. Y lo hace bien. Esta es, si bien compleja, una de esas películas que siguen volteando en la cabeza el lunes por la mañana cuando uno llega a la oficina.    

Tal vez toque verla dos veces para darse cuenta que esta es una película que habla del hombre y sus miedos, confusiones, contradicciones y represiones. Tal vez la segunda vez que la vea sea por necesidad, y la tercera por voluntad, así como la cuarta y quinta. Tal vez toque ver todas la películas escritas por Charlie Kaufman para darse cuenta de que es un filósofo que lleva años hablando de lo mismo: de cómo los deseos se interceptan en la realidad, de cómo el arte es una reconstrucción de la realidad que se vuelve real, de cómo la vida es plana y a la vez abrupta, de cómo la realización de nuestros sueños choca con la de los demás, quienes, también, tienen sueños legítimos que valen la pena. Kaufman habla, en general, de cómo la vida es una carrera que emprenden las personas todos los días por conseguir sus objetivos, y chochan con sus conterráneos en el camino, hasta el punto de hacer el mundo lo que es: una telaraña inexplicable y absurda.

Y aún visible. Aún objeto de una película. La cual, por cierto, se trata de un director de teatro, Caden Cotard (Philip Seymor Hoffman), en problemas con su esposa e incrustado en una vida monótona y aburrida, que se gana una plata con la que puede hacer la obra que le plazca. De ahí emprende una travesía sin un objetivo concreto -como la vida-, en la que el escenario se toma una bodega inmensa en un barrio de Nueva York y la trama es nada más que la vida misma, en la que los personajes son los actores mismos, en la que el mundo va cambiando, las personas se van multiplicando, y a veces incluso se van clonando.

Porque en el proceso en el que los hombres y mujeres van detrás de sus sueños y chocan entre sí, la gente va cambiando, el mundo, y así. Eso es lo que pasa a medida que la obra, años tras años y años, se va haciendo. El límite entre la realidad y la obra se rompe: los actores están recreando la realidad explícitamente y, por eso, implícitamente, están actuando en la realidad. Los esquemas se rompen y la obra toma realidad y la realidad toma ficción sobre sí misma.

Caterine Keener (Adele Lack, la esposa de Cotard), tiene algo que siempre me ha conmovido: será su voz ronca, su pelo no necesariamente liso, su estilo no necesariamente hippie, su suavidad no necesariamente tonta. Desde Virgen a los 40, pasando por ¿Quién quiere ser John Malchovich? y Capote, por las que mereció Oscar, Keener siempre me ha gustado sin necesariamente emocionarme. Y esta actuación reforzó mi gusto: Adele Lack es una conchuda, inconsiderada y encantadora lesbiana que deja a su esposo por irse a Berlín con su hija, a quien introduce en el mundo del arte, la droga y los tatuajes.

Pero hay personajes especiales por todas partes en esta producción, como la cándida y siempre fiel segunda esposa de Cotard, Hazel, o el imprudente e egoísta actor que hace el papel de Cotard en la obra, Sammy Barnathan.

Y es que esto se trata de personajes memorables, de esos que le causan a uno risa al otro día de haberlos conocido, que tienen mañas, problemas, paranoias, sueños. Personas, al fin y al cabo, que comparten el mismo suelo con uno y no pretenden, en lo más mínimo, que sus caminos no se interpongan en los nuestros. Porque ellos tienen el suyo, que es más importante que el nuestro, así como nosotros, que más importante que el suyo. Así es Nueva York: una red de caminos que se interponen entre sí. 

 

 

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