Wednesday, May 13, 2009

Cuento/


Escribir

Hoy llegó el tope. Voy a dejar de leer, aprender, hablar, caminar. Voy a escribir. Escribir sobre lo que quiera, sin depender de nada ni nadie: de prejuicios del lenguaje, de líneas editoriales, de cualquier cosa que haga de mi escritura algo diferente a lo que siento que quiero escribir. No más. Ya no.

Algo extraordinario pasó hoy.

Resulta que estoy obsesionado con lo que hago, o, mejor, con lo quiero hacer; con lo que quiero decir que hago. Durante los últimos tres meses me he dedicado a ser lo más responsable posible con lo que hago. A leer toda cantidad de filosofía posible, horas tras horas y así. Lo mismo escribiendo y viendo películas que las complemente. Así como yendo a conferencias con Chomsky, Krugman, Talese, Stiglitz y todos esos astros que saben tanto de lo que yo pretendo aprender para poder escribir con criterio. Pero ya no más. Ya ni siquiera voy a escribir con el objetivo de ser entendido.

Ahora siento que lo más irresponsable es lo más responsable.

En esa vida que he estado llevando durante los últimos meses, el metro era el lugar más preciso para leer. Donde entendía todas las palabras que leía y donde lograba deducir, por el contexto, las que no entendía. Periódicos, revistas y los libros con el lenguaje más complejo eran motivo de lectura ágil en el metro. Pero hoy, en el regreso a casa, ni siquiera fui capaz de coger un libro. Estaba demasiado desconcertado para hacerlo. Le tenía demasiado respeto para leerlo. El libro no me merecía.

Venía de ver y oír al señor que había estado leyendo.

Resulta que esta semana había sido muy frustrante. Pasa que no cojo la teoría, que no recuerdo el significado de las palabras, que la imaginación que quería plasmar en mis textos se disolvía por culpa de su misma incoherencia teórica. Mi pretensión inocente estaba tratando al lenguaje como los maleteros tratan a las maletas en los aeropuertos. Y yo no veía ninguna salida: me leía y me corregía y me rescribía y me corregía y me leía, y todo seguía siendo una injuria al lenguaje. Un lenguaje que, en sí, es muy frustrante. Por rico. La filosofía tiene una base sólida con la que uno se puede defender hablando y escribiendo sin pretensión de ser original. Pero cuando uno cree que puede serlo, y tal vez pase con todas las ciencias, se abren las puertas del mundo más complejo y grande que hay. Porque la filosofía requiere demasiada especificidad para ser tratada a las patadas, así como trato en este momento mis pensamientos.

En otras palabras, lo que hago ahora con mis sentimientos no lo puedo hacer con la filosofía, porque las palabras tienen significados concretos y por eso solo sirven en ciertos contextos particulares. Las palabras solo pueden ser utilizadas en su lugar, cosa que no implica que la creatividad se vea perjudicada. Al contrario: en filosofía la creatividad se reduce al concepto, a lo que logran las palabras cuando se juntan y crean una idea. No a una palabra originalmente utilizada. Aunque también puede ser al revés. En fin.

Vine a Nueva York a estudiar filosofía porque pensé que era el lugar más propicio para hacerlo hoy en día. Porque acá pasan miles de cosas que me inspirarían, expondrían mis sentidos y harían que nuevas ideas fluyeran. Porque acá hay más fuentes: el barman irlandés cuyo acento sigue siendo incomprensible después de 10 años de vivir en Norteamérica, cuyas manos de proletario encajan a la perfección con sus tareas cotidianas, que guarda en su bolsillo lo que se piensa que es un cepillo de dientes, quien engañosamente no se dejar de nadie pero al mismo tiempo olvida quién le ha pagado, cuyo único objetivo del día es llegar rápido al final para poder saborear una cerveza negra y espesa. Pensé que en Nueva York iba a entender más al ser humano, y lo único que he podido es ver sus diferentes facetas, sus detalles, sus humanidades. Y de eso no se trata la filosofía, de banalidades como la historia del diente desportillado del Irlandés. Y por eso estoy estancado. Por inspirado, estancado.

Pero ya no me voy a preocupar si lo que veo es relevante o no. Me cansé de pretender ser capaz de manejar la filosofía de un día para otro. Si lo logro, será porque así tuvo que ser. Yo ya no voy a hacer ningún esfuerzo sobrehumano que limite mi creatividad. Seguiré leyendo y haciendo mis tareas, pero no me voy a dejar del ego. Ya no. 

Paul Auster me dejó sin palabras. Literalmente.

El problema de esta ciudad, que se puede ver también como una ventaja, es que no la da tiempo a uno para sentarse ver lo que está pasando alrededor.

Pero Auster lo hizo. En público.

Así que llegué a la conferencia como si estuviera llegando a la conferencia de un Nobel en economía cuyo nombre no conozco. Es decir que, aunque llevara leyéndolo las últimas semanas intensamente, no había caído en cuenta de lo que iba a ver. Como no había caído en cuenta, pretendía (pretencioso, pretencioso, pretencioso) hablarle a Auster cuando se acabara la conferencia y, con un apunte suficientemente original para llamar su atención, lograr que me diera una entrevista.

Pero el hombre tenía que hablar para dejarme paralizado.

Si pienso en la mejor manera para empezar a describirlo, tengo que hacerlo por su esposa. Con unas piernas largas y bien hormadas, ella habla y los demás escuchan. Ella pontifica y el resto obedece. Su belleza intimidante, que no es evidente, hace que el mismo Auster se vea diminuto a su lado. Así son pantalones entubados, botas de cordón con hilo amarillo rodeando la suela, una camiseta negra, así como la chaqueta, y una bufanda roja gigante; tan roja y grande que no pasaba desapercibida. Sin una gota de maquillaje, pelo de recién levantada y una piel que expresa experiencia, uno no sabe por dónde explicar la belleza e imponencia de esta mujer. Aunque parece obvio que la razón de su esplendidez es su esposo, ella sigue siendo especial por sí sola. Y es que, siendo ella también escritora, uno se puede imaginar la presión que puede sentir ella todos los días, viviendo al lado de Auster, lidiando con la inevitable competitividad de sus textos.

Pero Auster se la debe poner fácil.

Lo único que no es ordinariamente neutral en la pinta de Auster son sus cejas, que tienen una forma triangular, que causan cierto temor, dan la impresión de ser un tipo neurótico y sugieren abstenerse de hablarle. Se sienta, cruza sus piernas y empieza a hablar con un profesor de la universidad, amigo suyo de toda la vida. De entrada, uno ve que el entrevistador, si bien está muy bien preparado y tiene buenas ideas, no sabe entrevistar. Pretende que Auster, fanático del béisbol, vea semejanzas entre ese deporte y la literatura, cuando Auster solo ve diferencias, siendo que en la primera hay reglas y en las segunda no, que en la primera no hay creatividad y en la segunda sí. Después hablaron de religión y literatura, de cómo a Auster le gusta la concepción judía de universalidad, de la sensación de vacío en la literatura y del estar y no estar al mismo tiempo.

Que es, precisamente, lo que sentí cuando se acabó la charla: cuando supuestamente me le iba a acercar a Auster y decirle -con una asombrosa originalidad que mi ingenuidad creía que iba a crear de la nada en ese momento- que si lo podía acompañar al mercado o que si quería comentar el periódico del martes conmigo. Pero no. Me quedé quieto, inmunizado como un iceberg. Paralizado mientras las personas se movían y yo las veía en sensación de barrido. Ahí estuve hasta que el auditorio se desocupara, perplejo como un ciego en un estadio. La gente se fue, yo me quedé, y no supe qué hacer conmigo mismo.

Por eso me monté en el metro sin ganas de leer, porque sabía que nada iba entender.

La sencillez y claridad de Auster me habían abrumado. En persona, es como en sus libros: paciente, humilde, humano. En 1972, cuando Auster estaba al frente de la Catedral de Notre Dame de Paris, Philippe Petit estaba caminando de torre a torre sobre una cuerda delgada. Era su primer trayecto tan largo a esa altura, un año antes de hacerlo en las Torres Gemelas de Nueva York. En Paris, observado por un Auster joven y curioso, paró en la mitad del trayecto como si no tuviera ningún afán en llegar al otro lado, y la gente, incluido Auster, se estremeció. Él los miró, sonrió y, como si no fuera suficiente, empezó a jugar con tres pelotas que tenía en el bolsillos. Auster, perplejo, empezó a llorar. Era tan innecesario, tan peligroso, tan desalmado, que empezó a llorar. Como un niño con inteligencia de viejo, Auster habla y escribe sus libros. Siempre buscando la manera más sencilla de hacerse entender, siempre desde una subjetividad con la que cualquier occidental con sentimientos se termina identificando.

A mí me da miedo no poder llegar a ese punto de claridad y humanidad al que ha llegado Auster sin pretenderlo. Me da miedo porque, al menos, quiero ser entendido. Pero ver a Auster, con su claridad, sin pretensiones y ambiciones, solo tomando con clama cada detalle que la vida le provee, me hizo dar cuenta que no importa si soy entendido o no, lo que importa es mis sentimientos sean registrados.

Estoy convencido que éste ni ningún teclado merecen mi escritura. Pero no voy a dejar de usarlo porque lo merezca o no. Lo mismo con el lenguaje y la filosofía. Voy a abusar de un lenguaje que no conozco lo suficiente para usarlo con respeto, y lo voy tratar como a mi alma le de la gana. Tampoco me voy a sentir obligado a hacerlo. Solo quiero usar la escritura como un privilegio subjetivo, cuyo objeto no es que sea leído. Lo único que quiero hacer ahora con mis ideas es escribirlas, sin importar su pertinencia, su relevancia, su coherencia o eficacia. Solo voy a escribir con el objeto de escribir.

Le preguntaron qué habría hecho si sus libros no hubieran sido masivamente vendidos, y Auster contestó que escribir. En Moon Palace, uno de sus libros, hay un artista estancado a una cueva repleta de utensilios de arte. Como nadie lo ve, ni pretende ser visto, el arte termina siendo majestuoso sin pretenderlo.

Ya no voy a pretender ser majestuoso. No voy a pretender nada. Solo voy a escribir lo que piense que debe escrito por este escritor que no tiene ni el más mínimo derecho para llamarse escritor.  

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